jueves, 11 de marzo de 2010

Un cuentito

Hace dos años se cayó la hoja más seca de un arbol viejo.

El árbol, como no tenía opción, la miraba desde arriba y se lamentaba porque era su hoja con más experiencia. Todos los días les comentaba a las demás hojas todo lo que habían vivido juntos y la importancia que tenía aquella finada compañera para su vida. De hecho, en algún momento, llegó a quejarse abiertamente de la incapacidad que tenían los nuevos retoños para hacerlo olvidar a su vieja amiga.

Todos los nuevos brotes se esmeraban para conseguir que el viejo árbol se sintiera bien, estuviera feliz, confiara en ellos; pero no lo conseguían.

Un día, cuando amanecía, la luz del sol tocó los extremos de las ramas más largas del viejo árbol y cuando sintió el calorcito en sus extremidades, un escalofrío, de esos que estremecen todo el cuerpo provocando un placer poco comparable, lo estremeció y despertó.

Con la luz del sol nuevo pudo contemplar todas sus nuevas hojas, con la luz del sol nuevo pudo ver a la yacente amiga con los ojos inundados de esperanza, con la luz del sol nuevo se sintió agradecido y pleno; agradecido por la bendición de haber tenido a una compañía que lo ayudó a ser lo que ahora era. Pleno, porque se descubrió capaz de seguir albergando nuevas hojas.

Mientras la luz del sol iba abrazando todo su ser sintió la cercanía de sus nuevas compañeras, las amó y entonces, empezó a dar fruto.